viernes, 14 de junio de 2013

Gracias, Tata.

Hemos sido bombardeados hace algunas semanas y especialmente hoy con publicidad sobre el día del padre. Hora tras hora se repiten los spots que con mayor o menor ingenio resumen la relación padre e hijo/a a una corbata, artículos electrónicos, calcetines, máquinas de afeitar, camisetas de fútbol y otros productos paradigmas de la masculinidad.

Yo no tuve ni tengo a mi padre biológico. El está vivo, pero ausente desde que tengo memoria. Como todas las ausencias prolongadas su figura terminó por transformarse  en una metáfora vacía, un recuerdo anclado en la distancia, un faro en la ruta de ningún barco, una posibilidad que ya no es, un extraño en cuyo funeral no tendría nada que decir.

Y de vez en cuando, en días como hoy me pregunto qué es ser padre. Repaso mis recuerdos. Los innumerables "papás postizos" que he tenido durante mi vida: el papá del Caco que nos llevaba al colegio y nos despertaba en las mañanas más frías de las que tengo memoria, mi primera ida al estadio con el tío Nancho, mi primera conversa de adultos con el tío Javier, un profe de Historia que siempre me reforzó positivamente por la ausencia con que cargaba, el Maestro Salinas y las primeras preguntas filosóficas que interpelaban mi propio ser, mi mamá cumpliendo el doble rol, siempre ahí, en todas. 

Y mi abuelo.

Pienso en mi abuelo y vuelvo a preguntarme: ¿qué es ser padre? No lo sé, pero él es lo más parecido que he tenido a una respuesta a esa pregunta.

Mi abuelo me iba a buscar al jardín. Caminábamos y yo le anticipaba las calles para hacer gala de mi buena memoria. El se reía y yo me sentía importante, digno de cariño por esas mini hazañas. Conversábamos y yo me sentía escuchado. Tengo la impresión que hoy no escuchamos a los niños, sino que los tratamos como tontos o hacemos como que los escuchamos. Bueno, yo me sentía escuchado aunque no tuviera nada que decir.

Siempre hablamos de fútbol. Es una pregunta inevitable en cada encuentro. Atesoro el relato de sus partidos en las canchas de Alejo Barrio en Playa Ancha, donde mucho tiempo después fui tímidamente a sacarme una foto buscando colarme en un pasado ajeno y extinto, pero que cobraba vida en cada relato.

Hablamos de política. Pelamos a los fachos. A los dos nos molestan. Hablamos de los militares y su anécdota en la que por no interrumpir la marcha hicieron mierda las flores de quizás que regimiento de aquellos años. Es la metáfora perfecta de su estupidez, me cuenta. Y es verdad.

Conversamos horas sobre Valparaíso, recordando las mismas calles de siempre y quizás qué recuerdos que aún no me cuenta pero que están ahí. Recordamos no sin cierto orgullo la ida al registro civil cuando -con astucia y paciencia- encontramos el certificado de defunción de su abuelo que me serviría posteriormente para tramitar la visa a Suecia. Como en esa misma ocasión entramos al bar de calle Blanco donde no pasa el tiempo y pedimos unas empanadas con una cerveza. El mismo bar que meses después sería transformado en un paupérrimo casino naval.

Comentamos las columnas de Carlos Peña y Cristián Warknen. "Podrías escribir" me dice. "Podría" pienso, y me quedo en silencio.

Hace unas horas vino a verme. Apareció por sorpresa para saber como estaba por la operación que tuve hace algunas semanas. Con su eterna circunspección me comentó que le preocupaba mucho mi situación y que me deseaba una pronta recuperación. Luego me comentó que hoy caminó por varias carnicerías buscando el corte necesario para preparar la comida que el doctor me recetó. Caí en la cuenta que lo que estaba comiendo mientras me hablaba era la comida preparada por mi abuela con los ingredientes que el mismo -con su vejez a cuestas- se encargó de comprar, sin que nadie se lo pidiera.

Luego entendí lo que estábamos celebrando. No era necesario que nadie lo dijera. Todo estaba dicho.

Recordé la carta del hincha de independiente a su padre y pensé que a veces no hay que esperar a que las personas mueran para dar las gracias.

Gracias, Tata.

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