sábado, 23 de febrero de 2013

La paradoja de la tercera edad



"La Cenicienta" se llamaba el crucero que tomé hace tres años para hacer la ruta Estocolmo - MarieHamn (Finlandia) - Estocolmo. La sola idea de un crucero era excitante: piscinas con mujeres en bikini, casinos, salones de baile, bar abierto con glamorosos cocktails y rincones aptos para perderse con alguna europea en medio del mar y la noche.

Pero la realidad fue muy distinta. Al hacer la fila para el embarque me encontré con una larga procesión de canas, bastones y anteojos. Era un día jueves, el día de la tercera edad de la línea de cruceros Viking Line. Como era un pasaje regalado no pensé en devolverlo ni mucho menos, pero mi nivel de adrenalina bajó al nivel del que experimentas en un taco a las siete de la tarde en Santiago. "Ahora entiendo porqué se llama La Cenicienta, aquí a las doce todos se van a acostar" pensé.

Luego de acomodarme en la pieza recorrí los pisos, jugué (y gané) en el blackjack, rodeado de unos viejos que me felicitaban en inglés, y luego fui al bar a buscar unos mojitos y conversación gratis con alguna bartender. Al pasar las horas y ya entrada la noche la pista de baile se llenó de parejas contornéandose con mucho entusiasmo al ritmo de Frank Sinatra, magistralmente ejecutado por un crooner sueco. Era una escena inusual y bella.

Tres años después, hace algunas semanas, presencié una conversación entre mis tíos y mi abuela, donde los primeros exponían enfáticamente los riesgos a los que se exponía la segunda por prestar asistencia a una tía -mayor que ella- ya sea acompañándola a la clínica o saliendo a la calle para hacer algún trámite fuera de la rutina, ya era de suyo muy riesgoso y la podían atropellar.

Estas dos escenas me hicieron reflexionar sobre la situación actual de la tercera edad. Por una parte hablamos del valor de su experiencia, de la importancia de su testimonio, que ellos son la historia viva, que su memoria es un tesoro y como todo eso debe traducirse en un trato preferencial y respetuoso por parte de las generaciones precedentes. Y por otra parte cultivamos una perspectiva peligrosamente asistencialista, especialmente con el surgimiento de nuevas tecnologías y formas de comunicación y casas de reposo -algunas de lujo-. La excesiva valoración de "lo moderno" -en sí mismo- no sólo deja a los viejos obsoletos por oposición sino que estimula peligrosamente la pérdida de la autonomía ("el mundo ha cambiado así que usted no puede hacer esto o lo otro por sí sola") lo que al mismo tiempo favorece la compasión, la condescendencia y la mirada lastimosa tan frecuente en la opinión pública y reportajes de televisión.

"Cuantos más años a cuestas, más te cuesta y menos te acuestas" decía Les Luthiers. Pero bromas aparte, la pérdida de la autonomía no por factores externos o culturales sino internos o biológicos es un hecho. Entonces: ¿es compatible el respeto irrestricto por la trayectoria vital -por cualquiera que sea- del adulto mayor, traducido en la valoración de su libertad y autonomía con el incipiente asistencialismo que, aunque tenga la mejor de las intenciones, merma de manera insoslayable su capacidad de adaptarse a los cambios que estamos experimentando como sociedad? No.

De esto se trata la paradoja de la tercera edad.

Pero lejos de ser una paradoja matemática esta simplemente requiere la definición de una actitud ética por parte nuestra para su resolución, un simple acto de coherencia en el decir, en el pensar y, sobre todo, en el hacer.

Para mí es preferible vivir en propia ley que morir en la de otros, aunque implique la renuncia a los buenos modales, porque como dijo Jorge Manrique:


Recuerde el alma dormida,         
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte              
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

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