por Cristián
Warnken
A ti
que lees estas líneas, que estás bajando por una de las tantas autopistas de la
ciudad en esta mañana de marzo o, tal vez, estás en un vagón del Metro -con la
mirada extraviada, como todos los que viajan a esta hora-, o paladeas el primer
café y recorres distraído las páginas de estediario, buscando algo que no sabes
qué es. A ti, que llevas a tus hijos al colegio y que acabas de no escuchar una
pregunta que te hizo tu hija más pequeña, porque estabas pensando en otra cosa.
A ti, que acabas de salir de la ducha y te ves un instante en el espejo. A ti,
que pasas rápido a mi lado y casi me empujas y no me
ves. A ti, que -con apenas 18 años- te levantas con el tedio pegado en el alma
y te enchufas al computador para no abrir la ventana de tu pieza que da al
jardín. A ti, que miras a tu marido todavía dormir a tu lado, y ves su nuca y
su piel gastada, y sientes en el centro de tu pecho un hueco, la sensación de
un cansancio del que quisieras huir a miles de kilómetros de ahí. A ti, que
estás comprando el pan sin emocionarte con su olor y su
temperatura. A ti, que entraste al cajero automático y descubriste que el saldo
de tu cuenta era negativo, y sientes miedo, rabia, angustia. A ti, que acabas
de dejar a tu niño en la sala cuna y te fuiste sin cantarle esa canción
"que a él tanto le gusta". A ti, que acabas de entrar en la oficina y
te dispones a iniciar un día igual a todos los días, trabajando sin amor por lo
que haces, como pieza de un engranaje que te devora.
A ti
quiero agarrarte de la solapa, del brazo -con respeto, pero con fuerza-, a ti
quiero detenerte en tu carrera loca y decirte lo que tal vez nadie te ha dicho
nunca, porque no se enseña en los colegios ni aparece en los diarios. Yo no soy
nadie para quitarte cinco minutos de tu atiborrada y desesperada agenda, soy
uno más entre los millones que bajan esta mañana a comenzar un día más en la
ciudad. Entonces, ¿por qué habrías de desconectarte de tu "iPod" o
apagar tu celular para escucharme? Pensarás acaso que soy un predicador más, un
vendedor de seguros, o alguien que quiere robarte a plena luz del día. Sé que
me mirarás con recelo, con molestia, con desconfianza.
A ti,
que me oyes pendiente de tu reloj, quiero decirte, antes de que desaparezcas
devorado por la multitud: "El hombre es desgraciado porque no sabe que es
feliz. ¡Eso es todo! Si cualquiera llega a descubrirlo, será feliz de
inmediato, en ese mismo minuto. Todo es bueno".
¿Y eso
era todo? -me dirás-. Sí, y te digo: todo lo demás, fuera de eso, es nada.
Si te
he agarrado de la solapa y te he abordado a esta hora de la mañana de este
jueves que escribo es para decirte que eres feliz y no lo sabes. Y que eso que
te dije lo dijo una vez un hombre como tú, que se llamó Dostoyevski. Y yo,
¿quién soy para hablarte así, para entrar en tu privacidad y leerte la cita de
un ruso que no conoces? Yo soy el muerto. Yo estoy muerto, tú estás vivo.
¿Muerto
tú? -me dirás-. ¡Pero si puedo tocarte y verte y oírte!
Sí,
pero estoy muerto. Yo me levantaba en las mañanas como tú, prendía la radio
como tú, paladeaba un café como tú, miraba distraído las primeras nubes en el
cielo, y llevaba a mi hijo al jardín, y no sabía que era feliz, que estaba
vivo. No lo sabía, como tú no lo sabes, como no lo saben tantos que no pisan
con placer las primeras hojas del otoño, que no se detienen a ver los primeros
rayos de luz colarse por la ventana para entibiar la piel del o la que duerme
todavía a tu lado.
Pero
esto, en realidad, no me lo enseñó Dostoyevksi, sino mi pequeño hijo Clemente,
un niño como millones de niños que en este momento son llevados al colegio, un
niño que me hizo una pregunta que no escuché una mañana de un jueves como hoy.
¡Eres feliz y no lo sabes! Eso es lo que enseñan los niños que mueren, eso lo
aprendemos de un golpe los que morimos con ellos, eso es lo que los vivos como
tú no pueden escuchar.
muy agradecido.
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