jueves, 25 de junio de 2015

Maldito Kant




Últimamente he tenido que luchar contra mi ira, aunque tal vez lo vengo haciendo toda mi vida. Ira o "pulsión de destrucción" diría Freud. Tal como Raskolnikov en "Crimen y Castigo", he querido matar a la vieja de mi edificio que no nos deja vivir en paz, que golpea la puerta a horas insólitas como si se fuera a acabar el mundo para cobrar los gastos comunes o que me llena de papeles bajo la puerta culpándome porque el portón del edificio vive entreabierto. La misma vieja de mierda que no me deja ensayar con mis amigos músicos a las siete de la tarde y llama al dueño del departamento para acusarme de no respetar las reglas del edificio. Angélica Mundaca es mi propia Aliona Ivanovna. Ella, que cada vez que es increpada se victimiza aludiendo a su condición de propietaria "hace más de veinte años" y, por supuesto, a su avanzada edad. ¿Pero qué sabe mi ira de eso? Nada. La vieja simplemente no me deja vivir. Mi mamá me dice que no discuta con ella "porque se puede morir", pero mi ira tampoco sabe nada de eso. Un gozo prohibido crece dentro de mí ante esa posibilidad. "Ojalá se muera esta vieja culiá" pienso. Sin culpa. Entre yo y mi ira no hay culpas. 

Pienso en Rodián Raskolnikov, que mató a una vieja usurera para sacar a su familia de la miseria, sobre todo a su hermana Dunia, que estaba a punto de casarse con un abogado adinerado por la misma razón. Ay, ¡cuántas Dunias -hoy siliconadas- hay entre nosotros! "Me gustaría saber qué es lo que asusta más a las personas, yo creo que lo que especialmente las intimida es aquello que se aparta de sus costumbres" decía el protagonista de "Crimen y Castigo". Pienso en él porque todos estamos a un paso de ser Raskolnikov, y alguien como Dostoyevski, que penetró profundamente en la conciencia moral del ser humano, lo sabía demasiado bien.


Pienso en el "Bombita" de la película "Relatos Salvajes", un ingeniero experto en explosivos que, agobiado por la injusticia de un sistema incapaz de hacerse cargo de las infamias cotidianas, es aplaudido por el resto de los reos cuando hace su entrada a la cárcel. ¿Por qué lo aplauden? Porque en señal de protesta "Bombita" provocó la explosión del corral donde son llevados los autos mal estacionados en el centro de Buenos Aires. Que momento más feliz. Una pequeña victoria frente al sistema de mierda. La fantasía no cumplida del señor K.  Porque seamos honestos: ya no estamos en tiempos de convertirnos en un escarabajo, más vale morir dando una señal. ¿Qué importa el castigo? El placer de saberse triunfador de esta lucha entre las pulsiones y la ley que las constriñe vale más que la sanción venidera.


Pienso en Patrizio Solitano Jr., protagonista de "El lado bueno de las cosas", que al llegar a su casa escuchó "My Cherie Amour" -la canción de su matrimonio-, subió las escaleras y encontró a su mujer en la ducha con su compañero de trabajo. Lo molió a golpes y fue internado en un hospital psiquiátrico para tratar su "trastorno bipolar" y rehabilitarse para su inserción social. Al cabo de ocho meses salió del psiquiátrico y se encontró con un padre ludópata, supersticioso y ausente, con el que incluso llega a trenzarse a golpes. ¿Cuánta distancia hay entre Pat y cualquiera de nosotros? ¿De qué está hecha esa distancia? "Mejor educación" dicen algunos. ¿En qué consiste ese ser "mejor"? ¿Cuál es esa fibra distintiva entre aquellos que cruzan los límites socialmente impuestos y los que no?


Quizás soy un asesino en potencia y las empresas de reclutamiento laboral con sus modernos software hallarán esta columna, analizarán su contenido con sus algoritmos sofisticados y encontrarán palabras que pronostican falta de adaptación a los climas laborales de las grandes corporaciones por lo que seré excluido de su base de potenciales candidatos. Sería una lástima. A veces siento que tengo tanto que aportar. Lo veo cuando compañeros de trabajo se acercan a contarme lo que no revelan en los focus groups. A decirme en los pasillos que odian a su jefe, que están chatos de que premien a las personas por quedarse trabajando más allá del horario laboral como señal de compromiso o que en la distribución vertical de los espacios de trabajo siga operando una simbólica jerarquía medieval. Conozco personas que incluso en sus casas hablan en voz baja, como si un verdugo omnisciente fuese a escucharlos y a despedirlos. Quitándoles el dinero que se ganan mes a mes por no adherir a los valores corporativos. Y es que ese verdugo existe de una manera mucho más profunda y amenazante: en nuestro psiquismo.


La misma rabia que siento la debe haber experimentado Cavani anoche cuando Jara le metió un dedo en el trasero. O la deben sentir los estudiantes cuando no se les renueva la matrícula por no poder pagar los aranceles. Impotencia. Rabia. ¿Basta sentirla para justificar los modos de nuestro desahogo? Es la eterna tensión a la que estamos arrojados. Maldito Kant que nos pide pensarlo dos veces antes de actuar; que si nuestros actos no son dignos de convertirse en una máxima universal más vale no llevarlos a cabo. ¿Pero quién nos obliga a pensar antes de actuar? Nosotros mismos. Esa es la tensión. Pulsión y ley. Y de nosotros mismos depende como conciliar esa tensión. Los más pudientes recurrirán a un psicoanálisis y los menos verán Morandé con Compañía. Otros nos desahogamos viendo películas. No vaya a ser que este ingrato vaivén sea la esencia de la vida humana.


Pero he tenido que luchar, porque hay otra parte de mi conteniendo esa energía latente. Aunque reconozco que estoy a punto de perder esa lucha. Es que hay razones tan absurdas: que hay que tratar con respeto a las personas mayores, que no se le puede gritar a las personas, que si un prójimo te hace daño "hay que poner la otra mejilla". ¡En realidad no son razones sino puros mandatos amparados en la nada! ¿De dónde adquieren su fuerza entonces? ¡De la constatación de que puedes gatillar en el otro la misma reacción, desencadenando un caos social! Y si todos somos agresores en potencia ¿por qué debo ser yo entonces el que se contiene? ¿Desde cuando contener nuestras fuerzas más primitivas se volvió una virtud? ¡Una virtud! A veces fantaseo con cortarles los dedos a los estudiantes que destruyen paraderos en cada marcha estudiantil. Me encantaría pegarles a los que quemaron instalaciones de mi universidad; me da lo mismo su intención, mi ira es inmediata y no admite diálogo: juzga los hechos. Y -sorpresa-, ¡no soy el único! Cuántos amigas, amigos e incluso desconocidos me han confesado últimamente sus oscuros deseos. No es solamente la ira la que nos habita, sino que -hagamos caso a Freud por unos minutos- la pulsión de destrucción, una fuerza destructiva que ante determinados acontecimientos amenaza con desatarse sin importar quien se tenga al frente. Los más diestros en contenerla se insertan perfectamente en el engranaje social; los menos diestros son apuntados con el dedo como violentos subversivos y los desatados están muertos, en la cárcel, algún centro correccional o psicoterapia moral.

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